LOS TRASTORNOS ALIMENTARIOS COMO PARADOJA
Desde un punto de vista psicosocial, la paradoja
que representan los desórdenes alimentarios en las sociedades opulentas, ha sido
señalada en repetidas ocasiones y por distintos autores, algunos de ellos han
llegado señalar a los TA como secuelas de una sociedad presidida por una
“cultura del espejo” (Steinberg, 1997), una cultura narcisista que se esconde
entre la cara oculta de la autoestima (Perez Sales).
La razón profunda por la que en un entorno de
abundancia de bienes alimentarios, se presentan patologías relacionadas con la
inanición, no ha dejado de mostrarse como un enigma psicológico. Inanición, que
aún afecta a las comunidades infraalimentadas del tercer mundo y una de las
lacras que la humanidad tiene pendientes de resolver en su conjunto y que de
alguna manera iguala a las sociedades opulentas con las clases más
desfavorecidas del tercer mundo, un hecho que nos recuerda a los europeos por
prolongación, que la TBC y las enfermedades consuntivas no han sido ni de lejos,
erradicadas del escenario sanitario europeo, uno de los mejores dotados del
mundo.
Entre las razones que se han esgrimido para
explicar esta paradoja nombraré las siguientes:
1)
Aunque la disponibilidad de alimentos es superior en el mundo occidental,
tanto la calidad de los alimentos, como su poder nutritivo ha disminuido con la
producción industrial en masa.
2)
Es, precisamente, la mayor disponibilidad de alimentos la que genera la
patología, al generalizar un acceso que supera las propias barreras de
contención individual para su uso racional. El sujeto individual teme perder el
control sobre su ingesta si se abandona a sus impulsos.
3)
Las enfermedades de la opulencia sólo pueden aparecer en sociedades
opulentas, no porque en el tercer mundo no existan, sino porque sólo en un
escenario de abundancia pueden ser detectadas (y mostradas).
4)
Los medios de comunicación y los mercaderes de la moda divulgan modelos
de mujer imposibles, glorifican la delgadez y demonizan la obesidad.
5)
Los mismos médicos y la industria de la dietética contribuyen a
generalizar el miedo a la obesidad, y a los trastornos de la salud que derivan
de una excesiva alimentación: el colesterol y la hipertensión, son los actuales
demonios familiares sanitarios, universalizando recetas de alimentos saludables,
de panaceas universales y forzando a la población a hacer ejercicio, dando por
bueno cualquier tipo de ejercicio, que en cualquier caso, la mayoría de las
veces no se realiza por motivos higiénicos, sino estéticos.
6)
Los TA siguen modelos de preferencia heterosexual y por eso las lesbianas
se encuentran muy poco representadas entre la población anoréxica. Los hombres
persiguen cuerpos hiperfemeninos de cintura para arriba y masculinos de cintura
para abajo. Este modelo andrógino imposible, acaba por conformarse como un ideal
que opera en el cuerpo de las mujeres como diversas mutilaciones quirúrgicas y/o
desastres metabólicos.
7)
La mayor permisividad sexual puede estar operando como un potente
estímulo aversivo en aquella población más vulnerable o cuyos conflictos
infantiles no resueltos, precisen de un mayor retardo en su incorporación al
mundo adulto.
8)
Las madres de hoy, como las de ayer, siguen sin ofrecer a sus hijas un
modelo de mujer compatible con la autoestima, en un mundo cada vez más complejo
y sometido a variaciones cada vez más rápidas en su conceptualización sobre los
modelos de la femineidad.
9)
La anorexia es una oportunidad de ejercer y obtener un cierto control
sobre un cuerpo alienado que oponer a una vida sin control sobre otros aspectos.
La identidad anoréxica puede ser un nuevo modelo de ascetismo y/o espiritualidad
laica o al menos la expresión social y médica aceptada de la misma.
10)
Por ultimo, la cadena familiar parece haberse quebrado durante los
noventa. Los adolescentes sólo están interesados por sus iguales, con quienes se
identifican y a quienes mimetizan, fragmentando su sentido histórico y la lógica
secuencial que les permite sentirse parte de una estirpe: admirar a un adulto
para poder amar a un igual.
Como podrá observarse todos estos argumentos por
separado contienen no pocas gotas de razón. No existen pues, relaciones de
causa-efecto lineales. Hablamos entonces de policausalidad. Los TA son
desórdenes que no remiten tan solo a una causa única, sino a múltiples causas,
el por qué unos enferman y otros no lo hacen, es quizá el dilema más
intranquilizador con que nos enfrentamos: no disponemos de ningún marcador que
nos permita anticipar los grupos de riesgo. Lo poco que sabemos va más abajo
UNA ENFERMEDAD DE MUJERES
Sólo una de cada diez
personas que enferman de un TA es un varón, el resto son muchachas entre los
13-28 años de edad. Aunque ninguna edad está libre de este padecimiento y - ya
tampoco- ningún sexo es inmune.
Este dato por si sólo ya
llama la atención de cualquiera. Aunque casi todas las enfermedades, por lo
general, contienen sesgos sexuales, los TA representan una desviación extrema a
esta tendencia. Hay enfermedades que son más frecuentes en los hombres (como el
alcoholismo) y otras que por el contrario son más frecuentes en mujeres (como la
depresión), pero en ninguna enfermedad conocemos un sesgo tan exagerado a lo que
sucede con la anorexia y la bulimia: afectan casi exclusivamente a mujeres.
Sólo hubo una enfermedad
psiquiátrica en la Historia que pudiera resultar semejante. Me refiero a la
histeria, una entidad morbosa que estuvo muy en boga en el siglo pasado y que
hoy ya ha desaparecido de los manuales.
En efecto, ninguna versión de
los DSMs (los manuales de clasificación de enfermedades psiquiátricas) contiene
ninguna referencia a esta curiosa enfermedad que se limitaba a imitar los
síntomas de otras enfermedades (casi siempre neurológicas) con sus cortejos
sintomáticos de déficits, apocalipsis convulsivos o síntomas de dudosa
filiación. Es verdad que el DSM conserva entidades que podrían en otro tiempo
incluirse dentro del campo de la histeria, pero en definitiva podemos dar al
termino histeria por desaparecido o desamortizado por razones de corrección
política.
Es verdad que el termino
histeria ha sido lugar común de abusos y de exclusiones o presunciones sexistas,
pero ¿qué sucedió con las verdaderas histéricas?. Lo cierto es que la histeria
ha desaparecido de los tratados y ha desaparecido de nuestra nomenclatura (me
refiero a la psiquiátrica) y ello es debido a varias razones, entre las cuales
señalaré:
1)
La histeria era muchas veces una descalificación sexista de las quejas de
la mujer. Emitida las más de las veces como un insulto y no como un diagnóstico.
En este sentido algunos autores como Slater propusieron en su momento la
abolición de este diagnóstico.
2)
La histeria era muchas veces un cajón de sastre donde se daban cita
malestares y síntomas inexplicables con la metodología de la época. Lo que no
era orgánico o no podía ser demostrado como tal era considerado como una especie
de ficción intencionada. El diagnostico de histeria iba asociado frecuentemente
al fraude clínico.
3)
Se incluyeron en la histeria malestares y mecanismos de defensa
fisiológicos como la disociación, las experiencias místicas y los estados
modificados de conciencia. Se clasificaron como histeria malestares que más
tarde se demostraron orgánicos o incluso otros que pertenecían a otras series
como las series afectivas. La depresión neurótica (hoy conocida como distimia)
era asimilada al concepto de histeria. En realidad, cualquier queja femenina era
asimilada este concepto.
4)
Por ultimo, es obvio que las enfermedades mentales siguen -en su
expresión- modelos culturales, por lo que su mascarada clínica es mimética con
las expectativas y mitos compartidos por la población general. En este sentido
la histeria pudo ser, entonces, una percha donde se colgaban diversos malestares
y hoy esta función, puede estar siendo ocupada eventualmente por los desordenes
alimentarios.
Si este último argumento
resultara cierto, podríamos entender el por qué la histeria ha desaparecido de
las consultas y los TA han aumentado alarmantemente en las ultimas décadas. En
esta línea de argumentos, los TA ocuparían aquel espacio de sufrimiento que
quedó vacío con la amortización de la histeria como eje de torsión de la
identidad femenina. En realidad deberíamos de hablar de la represión sexual como
eje de torsión de la misma, un eje que hoy ha sido substituido por el “culto al
cuerpo o a la apariencia”.
En mi opinión, existen –sin
embargo- algunas diferencias fundamentales, entre ambas entidades clínicas y más
allá de eso en los conflictos inconscientes que las alimentan, interesantes de
señalar.
La histeria nació en una
época de doble embudo para la sexualidad femenina, en parte negada y en parte
reprimida. Se trataba de la moral victoriana: un caldo de cultivo excelente para
casi todos los vicios y para todas las transgresiones domésticas de la
sexualidad. En aquella época eran frecuentes los incestos silenciados y las
enfermedades de transmisión sexual, junto con una cierta psicosis a contagiarse,
miedo que se resolvía frecuentemente con el acceso a las menores que en una
determinada época se prescribieron como remedio a estas enfermedades. Tal y como
Erika Bornay cuenta en su libro “Las hijas de Lilith”:
Cohabitar con una niña se
consideraba el mejor remedio contra la sífilis.
No se trataba pues de una
medida profiláctica tan sólo sino que esta creencia incluía el “tratamiento” de
la sífilis ya adquirida y activa.
Ni que decir tiene, que la
sexualidad para las mujeres era algo que iba más allá del decoro impuesto por el
discurso dominante que ejercía sobre ellas una tiranía similar a la que hoy
ejerce la delgadez.
Hoy, evidentemente, nuestras
adolescentes no se debaten ya en conflictos sexuales, al menos aparentemente o
de aquella índole, pero la identidad femenina sufre sino las mismas, otras
contradicciones a las que aquejaban a las histéricas del XIX. La represión o
supresión del deseo sexual del siglo pasado ha sido sustituido hoy por un deseo
de apariencia, de perfomance y de rendimientos, incompatible a veces con
la maternidad, con el matrimonio estable o con la simple aceptación del cuerpo.
Un cuerpo perfecto que se vive como un derecho y cuya imposible transformación
es asimilada a la fatalidad que en otro tiempo se atribuyera al hecho de haber
nacido mujer.
El mito de la autorealización
ha venido a suplantar, hoy, a la sexualidad libre como ideal a alcanzar y tal y
como señala Perez Sales la rivalidad ha sido substituida y asimilada a la
comparación. La belleza es el único icono al que se adora y por el que se
suspira, sobre todo si va adosado a unos rendimientos óptimos en una , dos o
tres áreas.
A nuestros adolescentes
parece que sólo les queda el cuerpo como herramienta para transformar la
realidad interior. El control sobre el mismo, es una estrategia que muchas
jóvenes utilizan para alcanzar un cierto control sobre sus vidas que derivan
entre demandas contradictorias y objetivos inverosímiles.
Si el autoconcepto hubo un tiempo que dependía de
la felicidad a alcanzar –bucólicamente- a través del amor, el matrimonio o la
sexualidad más o menos conyugal, hoy depende sobre todo de la posición que se
alcance en una jerarquía de logros, donde por definición todo el mundo tiene
derecho a todo y aquel que no lo alcanzare es por estupidez o incapacidad. Lo
que representa realmente una contradicción es el hecho de que esa escalada en
los logros no va seguida de una mejora de la autoestima: nuestras adolescentes
anoréxicas más brillantes no pueden soportar los halagos, ni que se las
confronte con la realidad de sus logros reales. Un sentimiento difuso de
ineficacia las perturba con independencia de que sus resultados académicos no se
vean afectados por la tórpida evolución de una enfermedad que consume sus
cuerpos pero que las conserva vivaces y bien despiertas para compararse con
modelos sociales inasequibles.
Los iguales han suplantado a los padres como modelo
de comportamiento y anatemizan mucho más cruelmente que aquellos a los que se
desvían de los planteamientos que la comunidad juvenil les marca: son ellos (y
ellas) los que deciden quién está en sobre peso o no, qué dietas, qué compañero
sexual y cuando es el momento de hacer “como todo el mundo hace”. Un joven sin
amigos a los que imitar, sin amigos en los que reflejarse es hoy, más que nunca,
un renegado, un huérfano, un ser periférico que ha quedado perdido en la deriva
histórica: la misma que amortizó - en la modernidad- la cadena que vinculaba a
hijos con padres y abuelos y que hoy ha quebrado por incomparecencia de unos y
otros.
Son ellos y ellas los que desvalorizan y excluyen,
con comentarios críticos acerca del cuerpo y suelen ser ellas y no ellos las que
siguen sufriendo a veces de una forma exagerada la perturbación subsiguiente a
un simple comentario, como si la mujer siguiera siendo aun o quizá más
vulnerable que nunca a la desvalorización corporal.
LA NECESIDAD DE CONTROL
La necesidad de control por
parte de la anoréxica ha sido señalada acertadamente por diversos autores y
vinculada a una dimensión psicológica muy conocida como es la obsesividad, que
no es de ningún modo patognomónica de los Trastornos alimentarios.
Desde el punto de vista
clínico es algo muy evidente en las anoréxicas puras, pero no exclusivo de
ellas. Se trata de un mecanismo que podemos encontrar también en otras entidades
mórbidas como por ejemplo el TOC (trastorno obsesivo-compulsivo) o en el origen
de determinadas agorafobias. Me propongo ahora una digresión a propósito del
mismo, no sólo de la exagerada necesidad de control del ambiente (en este caso
del cuerpo) en su extremo más patológico, sino también una incursión en los
aspectos mas adaptativos y por tanto fisiológicos de esta necesidad de control.
Dimensiones de la obsesividad.-
1.- Necesidad de control
2.- Perfeccionismo
3.- Tendencia intrapunitiva
4.- Autoestima baja
5.- Autoexigencia
6.- Comportamiento
ritualizado
7.-Rebeldia/sumision
8.- Resistencia
intrapsíquica
9.- Predominio de la
cognición rígida
Tabla 1.1
En su aspecto más neurológico
el control es una barrera entre la mente y el sistema glandular. Un mediador
psicobiológico entre la respuesta automática del SNC a un estímulo interno o
externo que modula tanto la respuesta puramente mental, como la respuesta
vegetativa. En su modo más adaptativo “ tener control” es una manera de asegurar
que la emoción pura no desbordará los controles cognitivos (racionales) del
sujeto: el miedo no dará lugar al pánico, que la cólera no derivará en furia
homicida.
El autocontrol es una forma
de internalizar los limites procedentes de la realidad normativa, su función
consiste en amortiguar las consecuencias cognitivas y vegetativas de las
emociones. Esta barrera se sustenta primero en el lenguaje y más tarde en una
incorporación de las normas sociales que hacen de parapeto entre el arco reflejo
y la cognición.
“El control” es una
herramienta para enfrentar el miedo: miedo a las consecuencias imaginarias de
“un dejarse llevar por las emociones”, tanto en la acepción auto como en la
hetero. Tanto en su forma recursiva, como en su forma expandida, interpersonal.
En realidad las personas que tienen un elevado autocontrol son también grandes
controladores de las conductas ajenas. Aquí es posible ver que estamos hablando
de un mismo fenómeno y de sus repliegues intrapsíquicos, lo que emparenta la
impulsividad con la compulsión.
La necesidad de control que
vemos, sobre todo en los pacientes obsesivos, es una exageración de este
fenómeno y la consecuencia de la resistencia intrapsiquica a “darse cuenta de
algo”, lo cual está emparentado con la compulsión y con la obsesividad en
general. Por el contrario las personas poco o nada controladoras se caracterizan
por la indulgencia, una actitud intrapsíquica que siendo también simultáneamente
auto y hetero, tiende hacia la impulsividad y representan el polo opuesto a las
estrategias de control del “no querer saber”, algo que se opone a esta actitud
indulgente de que “ya se sabe todo”, del laissez faire, laissez passer.
Uno de los artefactos emparentados con el control,
es la posibilidad de tranquilizarse a uno mismo y a los demás. La
autotranquilización es la ganancia que la conciencia humana adquiere después de
la separación original, en el caso de que esta fragmentación se haya resuelto de
una manera exitosa: no depender de nadie para poder tranquilizarse, es, sin
duda, un hito instrumental y adaptativo. Hasta tal punto, que si no se
consiguiera, deberíamos pensar que la persona con tal déficit, debería compensar
esta carencia con algo que le asegurara que todo está bien, si todo se mantiene
en las coordenadas de certidumbre que se relacionan subjetivamente con el
bienestar.
Las dificultades para
adquirir el bien de la autotranquilización se manifiestan en una época más
tardía como una hipertrofia del control. Un control que se dirige sobre todo a
asegurar una existencia sin sobresaltos. Uno de los medios conductuales para
este logro, es la desconexión emocional de la resonancia afectiva, una
estrategia tardía que supone un cierto “entrenamiento” y que como es de suponer
lleva aparejado un vacío existencial difícilmente soportable para el individuo
común.
Otra estrategia es el diseño
de un universo predecible, de una existencia sin matices, de una vida incolora
acabalgada entre monotonías interpersonales y rutinas estereotipadas que se
repiten en una atmósfera de un cierto y perverso placer. Se complementan con
ella, una conducta compulsiva de verificaciones o de rituales destinados a
impedir la emergencia de temores nunca simbolizados, por informes y por tanto
inefables.
Suele ser frecuente que este
tipo de conducta autolimitante lleve también aparejada una conducta simétrica en
la relación interpersonal. Se trata de esas personas que cuando van en automóvil
al lado del conductor, aprietan un inexistente freno y sufren en cada vicisitud
de la conducción. Pero también sufren si son ellos los que conducen, bien es
cierto que este tipo de cogniciones llevan casi siempre aparejado un sentimiento
de omnipotencia instrumental. “nadie puede hacerlo mejor que yo”, un sentimiento
que es naturalmente inconsciente y que se traduce en actitudes de perfeccionismo
e hipercríticas.
EL CLUSTER DEL COMPLEJO DE
CONTROL: Destino de la pulsión
ORIGEN DE LA PULSION DESTINO
Temor/agresión
inconsciente Autotranquilización
Necesidad de control Control de la conducta ajena
Autocontrol Restricción emocional
Perfeccionismo Vacilación, duda.
Omnipotencia instrumental Criticismo
Control sobre el propio cuerpo Ascetismo
E f
x
Anorexia r Bulimia
i
a
t c
o aso
Tabla 1.2
Del perfeccionismo de las anorexicas (o de los
obsesivos) se ha hablado mucho, pero nadie, que yo sepa, había relacionado este
rasgo de carácter con la necesidad de control. En mi opinión el perfeccionismo
no es lo primario, sino un desarrollo ulterior de este complejo que podríamos
llamar la necesidad de control y que incluye: déficits en la autotranquilización,
un universo de temores indefinidos y la sensación – casi siempre ganada a pulso-
“de que las cosas pueden hacerse mejor si yo me dispusiera para ello” y aquí
aparece, precisamente la compulsión y su carácter repetitivo y extenuante.
Porque nadie tiene más
autodisciplina que un obsesivo, pero tampoco: nadie alberga tantas dudas sobre
su competencia y por tanto vacile de igual manera antes de emprender una tarea.
El miedo a equivocarse planea siempre en el universo obsesivo, como un futurible
inaceptable. Se trata, de poner a buen recaudo determinadas pulsiones, casi
siempre relacionadas con la agresión. Si, pero también con el temor. Se trata de
una disciplina autoimpuesta como medio para evitar males mayores, se trata de
levantar una barrera de certidumbres donde perezcan los contingencias.
No dejar nada al azar supone
en cualquier caso restricciones y estas restricciones son las que más a menudo
nos aparecen como síntomas secundarios, en los que apoyar un tratamiento. El
paciente viene a nosotros por los déficits sentimentales de su conducta
reactiva, de la que naturalmente no es consciente.
Como tampoco parece ser
consciente de su rivalidad inconsciente, un derivado natural de su sentimiento
de omnipotencia instrumental y de sus altos ideales relacionados con el
rendimiento. Perfeccionismo y rivalidad son dos adosados que comparten el garaje
y el patio. Limitar la expresión instintiva y resistirla son dos de las
estrategias que conducen a dos puntos distintos pero emparentados desde el punto
de vista conductual: la restricción afectiva y la austeridad.
Se trata de un perfeccionismo
purgativo, culposo y expiatorio en contraste con el perfeccionismo omnipotente
que emerge mas bien de los nucleos obsesivo-compulsivos clásicos. Se trata de
una rivalidad comparativa, codiciosa y destructiva, en lugar de la rivalidad
deportiva que surge en realidad de la admiración de modelos de referencia
adecuados y coherentes.
Digo resistir, utilizando
adrede la terminología militar, pero también podría decir vencer, exterminar o
eliminar la expresión emocional de la pulsión. Esta victoria sobre el instinto
es -a mi juicio- la variable que discrimina una conducta mórbida exitosa de otra
fracasada o a medio camino de la retirada, no hacía un camino de salud , sino
generalmente hacia un itinerario tórpido que –clínicamente- conocemos con el
nombre de recaída o fluctuación y cuyo representante nosológico son las formas
clínicas a medio camino entre las entidades: fobia-compulsión, anorexia-bulimia,
ansiedad-depresión.
En un reciente seminario dictado por Vandereicken en Valencia (Julio 2002), el
profesor aceptaba que los primitivos tratamientos conductuales aplicados sobre
anoréxicas terminaron por desecharse al comprobarse que la supuesta curación de
una anoréxica no era sino después de haberla convertido en bulímica.
Hay otra estrategia
individual para la necesidad de control, que ejercen, sobre todo, aquellas
personas que no han encontrado otro medio de externalizar esta necesidad. Son
las anoréxicas, esas muchachas que ejercen sobre su cuerpo una tiranía ascética
que cuando es exitosa logra hacer desaparecer del mapa de los predecibles tanto
la sensación de hambre, como la necesidad sexual. En este mapa de estrategias,
las bulímicas serian aquellas anoréxicas con un déficit de voluntad que les
impide llegar a ser anoréxicas eficientes.
El ideal de una bulímica es
siempre un cuerpo anoréxico, no existiría bulimia sin codicia, ni anorexia sin
orgullo. Estas pequeñas anoréxicas que se atiborran de comida porque no pueden
resistir los estragos que el hambre realiza en su reloj biológico, acaban por
confundir sus sensaciones interoceptivas, asesinando la sensación de saciedad
con sus continuos saqueos en la despensa y en su estómago. En consecuencia, el
atracón – esa perdida de control- será seguida de un vómito, una purga o una
intensa depresión vinculada a un sentimiento de inadecuación o de incapacidad.
Incapacidad –claro está- de
someterse a la disciplina que ese personaje fascinante, - artista del hambre-
ejerce sobre el imaginario de la bulímica. Contrariamente a lo que la gente
cree, la bulímica no se siente culpable, después del atracón mismo, por haber
cedido a un impulso malsano o destructor (abusar de la comida), sino de no haber
sido capaz de oponerse voluntariamente a él, y que procede de su deseo de ser
tan delgada como ella (la anoréxica). Sólo después del vómito recuperará parte
de la ilusión de control que precisa para no perecer en el marasmo de
insatisfacción que la incapacidad de cumplimiento de su plan anoréxico le
proporciona.
Naturalmente, sólo para
repetir un nuevo ciclo o bien ceder en sus pretensiones y mudar de patogenesia.
¿EXISTIÓ SIEMPRE LA ANOREXIA?
Muchos autores sienten una cierta aprensión para
hablar de la anorexia en épocas históricas. Para ellos, el paradigma histórico
está en tensión cuando no en contradicción con el paradigma clínico y resulta
difícil yuxtaponer a ambos, incluso a la hora de hacer una predicción
diagnóstica de un personaje histórico, del que sólo sabemos y a medias, la
sintomatología que presentaba entonces, a partir de testimonios y documentos que
siempre son pruebas difícilmente aceptables para un médico.
Hay otra dificultad que
procede de la patoplastia de las enfermedades. Es verdad que las enfermedades y
con mucha mayor razón las enfermedades mentales siguen siempre en su expresión,
modelos culturales. Los delirios que alimentan los esquizofrénicos de hoy, no
tienen nada que ver con los que atormentaban a los delirantes medievales. En
aquel entonces, los delirios de tipo religioso o demoniaco estaban en primera
línea de expresión. Hoy los esquizofrénicos deliran de otro modo, con artefactos
intrusivos de espionaje, chips asesinos o intrusiones de ondas maquiavélicas en
su espacio de influencia. Es más que obvio que si la anorexia existió en la
época medieval debió tener una mascarada clínica distinta a la que presenta en
nuestras sociedades opulentas y secularizadas.
A mi juicio existe cierta
aprensión en identificar a lo que hoy conocemos como anorexia mental, que data
del siglo XIX, con las formas místicas o ascéticas de los santos medievales, más
concretamente en identificar como anoréxicas algunas culturas que bebieron en
las tradiciones místicas españolas o más antiguamente en las tradiciones
místicas sufíes o musulmanas.
Esta aprensión procede de dos
hechos: por una parte existe una repugnancia visceral por parte de los autores
de rotular como patológicas, determinadas experiencias sublimes que han dado
lugar a las más bellas paginas de creatividad poética o a hitos de
espiritualidad sin precedentes en Occidente.
Por otra parte y de una
manera algo superficial, la motivación religiosa es puesta como antítesis de la
motivación estética. Un argumento que para algunos es suficiente para calificar
estas conductas actuales como francamente perturbadas y a aquellas como producto
de un contexto donde la espiritualidad y la religiosidad operaban como un anhelo
de aniquilación del cuerpo, en oposición a la búsqueda de la simple delgadez
como sucede con las anoréxicas de hoy. En mi opinión la diferencia entre ambas
maneras de comportarse es la ausencia de trascendencia con que las anoréxicas de
hoy recurren a la restricción y los motivos por los que la llevan cabo: la
santidad de entonces ha sido substituida por la alienación del espejo.
Lo mismo sucede con la
bulimia: se dice con reiterada improvisación que se trata de una enfermedad
nueva, olvidando la tradición clásica dionisíaca, donde la orgía y el vómito se
desencadenaban con tal de volver a repetir y reproducir el mismo placer
vinculado a la gula.
En mi opinión lo que ha
cambiado son los motivos para vomitar o para buscar la delgadez, pero el
fenómeno sigue siendo el mismo. Lo que ha cambiado es la patoplastia y los
motivos que esgrimen los pacientes actuales pero no la enfermedad en si, como
modelo de presentación de un sufrimiento mental ligado al cuerpo. En el caso de
la anorexia mental, tal y como la entendemos hoy, hablaríamos de una inversión
de lo dionisíaco en lo apolíneo, algo muy relacionado con la tendencia de las
sociedades opulentas, que no han sido capaces aun de desligar el placer de la
transgresión y el pecado y donde los rendimientos y el autocontrol han tomado el
relevo de la penitencia o el ascetismo, aspectos siempre vinculados a lo
sagrado. En cualquier caso la búsqueda hedonista de placer, parece haberse
quedado relegada a una costumbre de fin de semana o al estúpido y abusivo
consumo de alcohol en grupo.
Son precisamente esta clase
de argumentos los que impiden una aproximación a la conducta anoréxica, en busca
de claves históricas que nos permitan aumentar nuestra perspectiva para su
comprensión. Si pensamos que la anorexia es una enfermedad del siglo XIX, es
decir una enfermedad romántica tal y como piensan autores relevantes, como
Vandereyken por ejemplo, sólo porque Gull y Lasègue la describieron entonces, y
porque al parecer la patoplastia que conocemos con el nombre de anorexia mental
se estrena realmente en el XIX, nos perderemos las motivaciones que guiaban a
las anoréxicas antiguas, desmembrando la conducta alimentaria de sus raíces más
profundas: la restricción de un placer demasiado cercano a otros placeres
prohibidos, y quizá lleguemos a la convicción de que se trata de una forma de
histeria, una suposición bastante cercana a la que hacían sus descriptores.
En realidad la disociación
que la conciencia humana ha hecho de la sexualidad y la reproducción es el polo
opuesto de la tendencia espiritual a renegar tanto del uno como del otro. ¿Si no
existiera el vicio, existiría acaso la virtud?
La repugnancia intelectual a
hablar de histeria es comprensible, después de los abusos que este diagnostico
propició en contra de las mujeres, pero ¿no será la histeria un tendedero donde
se cuelgan y se dejan a secar malestares diversos que afectan a la condición
femenina y que van cambiando con el tiempo?
En el siglo XIX y también en
el XX, los manicomios estaban llenos de histéricas, preferentemente abrumadas
por síntomas de conversión, trastornos convulsivos y estados deficitarios. Pero
si atendemos a las variables demográficas de aquella población nos
encontraríamos con prostitutas en paro, esposas díscolas, jovencitas
descarriadas con mal de amores y un sin fin de pacientes sometidas a abusos
diversos. Basta con leer un texto clásico para caer en la cuenta de que aquella
población acabó adoptando aquella mascarada clínica, para obtener el beneficio
de un diagnóstico y un tratamiento medico, en cualquier caso algo más benévolo
que una condena carcelaria o una vida en la calle sin ningún tipo de cobertura
social.
EL TEMOR A ENGORDAR
Al contrario de lo que
sucedía con las formas de histeria clásica, el universo de temores de una
anoréxica parece haberse limitado al “temor a engordar”. Naturalmente se trata
de una contaminación social. El temor a engordar no puede estar predeterminado
en forma inconsciente dado que no posee –a simple vista- ningún valor
adaptativo, se trataría en este sentido de un miedo relacionado con lo que
conocemos con el término de basura inconsciente. Podemos entender el miedo a
perecer de hambre, o el miedo a ser envenenado como supervivientes de temores
preformados filogenéticamente. ¿Pero qué sentido adaptativo puede tener el temor
a engordar?
Con ello no quiero decir que
todo temor deba responder a esa correspondencia arcaica que le de un sentido
evolutivo. Existen - desde luego- temores e incluso patrones de personalidad
determinados de manera social. El mismo Millon ha señalado acertadamente que el
patrón narcisista de la personalidad es un constructo del siglo XX, un invento
de las clases sociales media-alta y alta de USA ( Mas allá del DSM-IV, pag
427).
Pero no conviene confundir a
los temores arcaicos con las prescripciones sociales que acaban acatándose
acríticamente por sugestión y mimetismo y asimilándose individualmente como si
fuera un temor, una fobia o una manera inevitable de ser a fin de “parecerse a
alguien insubstancial” y que terminan por ocupar el lugar de otro temor
preformado en el inconsciente y cuya existencia ya no precisa de espacio alguno.
Por esta razón es tan difícil filiar ese temor anoréxico de un modo
psicopatológicamente compatible con la tradición médica. ¿Se trata de una fobia,
de una compulsión o de un delirio?. Ninguna de estas formas psicopatológicas
parecen adaptarse correctamente a los temores anoréxicos que parecen desafiar a
la propia psicopatología.
Es común que los clínicos nos
refiramos a la psicopatología de los trastornos alimentarios con la terminología
“como si”: como si fuera una fobia o “como si” fuera una adicción. Esta
dificultad semántica es la expresión genuina de que ninguna de estas ubicaciones
nosológicas da cuenta de la sintomatología de los trastornos alimentarios: en
efecto el "temor a engordar" no es una verdadera fobia y la bulimia no es una
verdadera adicción.
La principal característica y
condición de un temor sintomáticamente activo es que sea inconsciente, aunque -
desde luego- sea percibido conscientemente casi siempre con la convicción
subjetiva de que se trata de algo exagerado. En el caso de los temores genuinos,
la actividad imaginaria del sujeto se extenderá en una matriz de evitaciones y
defensas destinadas a eludirlo. Por principio cualquier temor inconsciente es
inefable: no puede verbalizarse, siendo su explicitación verbal una mera
reconstrucción de un universo predecible. La capacidad de sentir miedo en el ser
humano es un hito adaptativo y sobre todo indiferenciado, pues diferenciadas y
diversas son las amenazas.
El miedo a las arañas o a las
serpientes –en realidad de cualquier fobia simple- es un miedo enunciativo que
se encuentra muy cercano a su contenido latente. Sin embargo hay que entender
que una fobia a las arañas en un individuo, hoy (donde no hay oportunidad alguna
de tropezarse con ninguna de ellas), sólo representa una metáfora acerca del
temor. En realidad el fóbico encuentra el recurso semántico de la araña para
poner limites a un miedo, que de otro modo sería difuso y por tanto refractario
a cualquier tipo de maniobra de tranquilización. Aun tratándose de un miedo
explicable desde el punto de vista evolutivo, la fobia a las arañas no es sino
“una percha” donde colgar aquel sentimiento difuso de temor que procede de las
profundidades del inconsciente: allí donde no hay palabras ni por tanto
capacidad alguna de encontrar alivio.
En biología podemos encontrar
una equivalencia a este concepto: la basura genética o aquellos fragmentos del
genoma que aunque se mantienen en el legado evolutivo que se transmite de
generación en generación, ya no codifican nada: se trata de una información que
no comunica nada, se trata de ruido genético.
Lo mismo sucede con las
fobias más complejas como la agorafobia. Hasta hace –relativamente- poco tiempo,
creíamos que cada fobia era distinta a las demás, así que acuñamos distintos
nombres para cada una de ellas, la fobia a las alturas (acrofobia), a los
lugares estrechos (claustrofobia) o a los lugares abiertos (agorafobia).
Seligman a partir del desarrollo de “la teoría de la indefensión aprendida”
permutó nuestro modo de pensar sobre las fobias en general. Desde entonces
sabemos que cualquier fobia, el miedo y sus posteriores desarrollos de ansiedad
remiten a una situación de desvalimiento o desamparo original.
La ansiedad, desarrollo
filogenético del miedo, seria una señal programada por la especie para encontrar
tranquilización y/o protección por parte de un adulto. Una señal que se
desencadena en situaciones de desamparo o de desvalimiento que son –desde luego-
conductas aprendidas, aunque tengan su correspondencia onto y filogenética. Una
fobia simple no seria más que un repliegue de esta misma estrategia de enquistar
el miedo haciéndolo evitable.
Para resumir lo que acabo de
decir en dos ideas:
1.- Todo temor
conscientemente expresado puede representar un temor que sobrevive con la
especie porque pertenece a un campo de amenazas predecibles.
2.- El temor original del
hombre es un temor informe derivado de su propia condición deficitaria y en
continua evolución, con una capacidad de aprendizaje prácticamente infinita, los
desarrollos fóbicos y los temores neuróticos en general son metáforas de aquel
temor inconsciente que invocan respuestas del tipo del desvalimiento.
La convicción de los
conductistas de que si eliminamos el síntoma eliminamos la neurosis, ha sido
ampliamente rebatida por la experiencia clínica: la neurosis sigue su evolución
tórpida y crónica y en parte incierta si no tenemos en cuenta la parte afectiva
del sujeto. Cualquier forma de psicoterapia que no tenga en cuenta la
experiencia subjetiva siempre será una técnica de mínimos. Sin embargo estoy
dispuesto a admitir que disociar lo cognitivo de lo afectivo es imposible en una
relación interpersonal, por lo que es posible que los artefactos de una técnica
conductual tengan más poder terapéutico que la propia técnica.
En este sentido ¿dónde
podríamos encuadrar el miedo a engordar que abruma a las anoréxicas?
Sí no es un miedo atávico que
haya sobrevivido a la marea filogenética, ni tampoco un miedo derivado de una
situación agorafóbica de desamparo social, ¿cómo encuadrar este temor, sin duda
genuino y repetitivo en la clínica de la anorexia?
Mi opinión tal y como
adelantaba más atrás es que se trata de un desarrollo social, un constructo
social que opera desde el lado de las expectativas y creencias sociales. Se
trata de una prescripción social que en el cerebro individual acaba
constituyéndose en un temor a medio camino entre la idea sobrevalorada y el
delirio, al introyectarlo el individuo como un precepto a acatar. Se trata más
bien de una genealogía externa que de un desarrollo desde el inconsciente hasta
la periferia.
Se trata de un recorrido muy
cercano y parecido al establecimiento de la Moral, algo que va de fuera a
adentro y no de adentro afuera como estamos acostumbrados a pensar los
desarrollos intrapsíquicos. Algo muy parecido a las vicisitudes de aquello que
conocemos como Superyó, una estructura social que acaba penetrando el cerebro
individual, introyectando partes punitivas del precepto, que comienza siendo
social para terminar haciéndose individual.
Universo individual
Prescripciones
preformados
Introyecciones
individuales
Figura 1.1 Universo social y
constructos intrapsiquicos secundarios.
Como podemos apreciar en la
figura existe un núcleo de temores preformados que son un patrimonio común de la
especie humana. Una especie de espejo o almacén de la huella de nuestro
recorrido filogenético, donde adquirimos una representación mental de las
amenazas del exterior, con independencia de que sean relevantes o no en el “aquí
y ahora”, se trata de amenazas que pueden o no pueden estar ahí todavía. Pero
del exterior no sólo proceden amenazas sino también y sobre todo, normas y
preceptos. La internalización de las mismas y la colisión con aquel núcleo
representativo de temores arcaicos, termina por configurar un nuevo circulo, que
es en realidad una neoformación que tapa y oscurece sus segmentos de colisión
con aquellos y que trata de adaptar aquel núcleo original de temores con la
realidad del “aquí y ahora”, una realidad que ya no representa amenaza alguna en
el sentido de ataques de fieras o de inclemencias del tiempo, sino que es más
bien depositaria de prescripciones que acaban constituyéndose al fundirse con el
núcleo más interno, en una matriz de posibilidades inagotables, soporte más
adelante de identidades fugitivas.
La avidez del ser humano por
internalizar normas y aspectos del exterior es desde luego un enigma, pero sólo
en parte. Adquirir un buen mapa de la realidad es absolutamente necesario para
sobrevivir, tanto en un mundo amenazante en el sentido primitivo, como en un
mundo más y más complejo donde aquellas amenazas hayan sido en parte sorteadas
por la organización social, dando lugar –sin embargo- a amenazas más y más
complejas y sutiles.
La parte que considero
todavía un enigma es aquella que procede del exterior y que es ávidamente
internalizada, aun sin representar en si misma un código de supervivencia
colectiva o individual. Los mitos de la belleza, la tiranía de la delgadez, la
demonización de la obesidad o los ideales de rendimiento por sí solos no pueden
explicar la tendencia del ser humano a apropiarse de ellos, aun reconociendo que
son ubicuos y repetitivos.
¿Por qué resulta tan difícil
extender valores democráticos y de igualdad y tan fácil extender lacras como la
adoración al dinero o de la delgadez?
Volvamos de nuevo sobre el esquema de la fig 1.1 y
observemos que las internalizaciones individuales oscurecen tanto una parte de
los temores preformados intrapsiquicos, como también una parte de la propia
expectativa social. Esta podría ser una explicación, introyectamos aquellos
aspectos porque eso nos permite escapar de la influencia de algún temor arcaico
que en si mismo suponga una amenaza mucho más intensa que la propia delgadez. Al
mismo tiempo oscurecemos y desafiamos la propia expectativa social,
constituyéndonos en su patética mascarada.
Además, esta matriz de
introyecciones nos permite construir una identidad formada a partir de la
distorsión cognitiva que toda internalización procura: errores y prejuicios,
generalizaciones y puntos ciegos, culpa y vergüenza, pero también un aspecto
físico que mostrar, una identidad propia fascinante por repulsiva que sirve como
modelo a muchas adolescentes que suspiran por alcanzar “aquella perfección”. En
este sentido podemos hablar también de que ese mismo ideal se invierte con
cierta facilidad en un contraideal, que opera como un aversivo eficaz que
detiene - por contraidentificación - la escalada de otras anoréxicas en
potencia.
No quiero decir de un modo
que resultaría cuanto menos simplificador, que el temor original sea sólo
sexual, tal y como los clásicos suponían de esta especie de regresión prepuberal
que hace el cuerpo de la anoréxica, pero tampoco puedo dejar de advertir estos
temores al menos en el inicio de la enfermedad, ni tampoco minimizar que la
anorexia es de algún modo un trastorno que hace que la paciente regrese a una
fórmula hormonal prepuberal y sea de hecho estéril y sin interés sexual mientras
no alcance un peso suficiente y durante el tiempo suficiente.
A este respecto quiero
advertir que la mujer sostiene desde antiguo muchas más amenazas sanitarias que
el hombre, en este sentido quiero referirme al cáncer genital. La mujer es en
todos los recuentos que se han hecho hasta el momento, víctima propiciatoria de
una serie de lacras que ponen en riesgo su vida, lacras que tiene que ver con su
proclividad al cáncer, por no hablar de los riesgos del parto, que ya son
historia médica, pero que no podemos dejar de lado en un análisis consecuente de
los temores atávicos que pueden apresar al género femenino en una especie de
doble vinculo frente a su función reproductiva.
En la siguiente tabla
represento por ejemplo los cambios adaptativos que la mujer actual ha requerido
desde su ancestro: Eva.
Eva
|
Mujer actual
|
|
Menarquia/años
|
16
|
12,5
|
Edad 1er embarazo/años
|
19,5
|
30
|
Ciclos antes del embarazo
|
39
|
180
|
Partos
|
6
|
2
|
Meses amamantamiento
|
27
|
3
|
Ciclos potenciales
|
405
|
490
|
Ciclos reales
|
145
|
440
|
Duracion media/vida
|
47
|
75
|
Tomado de Mel Greaves, “El
cáncer: un legado evolutivo”, pag 168.
Como podemos observar la mujer actual tiene
racionalmente muchas razones para temer por su potencial reproductivo, no sólo a
partir de su mayor vulnerabilidad a padecer un cáncer genital, sino también a
las más recientes consecuencias psicosociales de la distribución de cargas. Si
observamos el numero de ciclos y el estrés hormonal (numero de ciclos
estrogeno/progestageno) que la mujer actual soporta en relación a sus ancestros
evolutivos, observaremos que aquel riesgo en lugar de disminuir ha aumentado, en
parte por la disminución de los periodos de lactancia y en parte por el numero
de partos, lo que significa que el número de ciclos estrogeno/progestageno que
sus órganos genitales deben soportar es casi el triple que el que soportara Eva.
La mujer está mas afectada que el hombre por los cánceres genitales: de mama
(muy frecuente), de útero (frecuente) de ovarios (frecuente) de cáncer de cuello
(frecuente) y de vagina (raro). El hombre sólo tiene desde el punto de vista
genital una amenaza: el cáncer de próstata, puesto que el cáncer de testículos y
el cáncer de pene son extremadamente raros (Greaves, 2000).
EL SEXO COMO FATALIDAD
Las enfermedades de mujeres han sido a lo largo de
la historia el escenario donde se daban cita tanto prejuicios que hoy
consideramos políticamente incorrectos, como observaciones agudas que han dado
lugar a convicciones que hoy sostenemos como verdades universales.
La observación de Rigoni-Stern en el siglo XVI
sobre la mayor incidencia de cáncer de mama en los conventos de monjas de
clausura del entorno de Venecia, donde realizó su estudio epidemiológico
preliminar acerca de la incidencia del cáncer genital, es hoy absolutamente
aceptado por cualquier oncólogo moderno. Las monjas de clausura, eran más
afectadas que las mujeres comunes por el cáncer de mama y menos por el cáncer de
cuello de útero.
Todo parecía indicar, ya entonces, que el celibato
desprotegía a la mujer contra el cáncer de mama pero la protegía del cáncer de
cuello de útero, muy común, entonces y ahora entre las mujeres promiscuas (o que
conviven con parejas promiscuas), y prostitutas. Hasta el descubrimiento del
virus del papiloma, esta observación se mantenía en el frigorífico quizá por una
determinada mala conciencia sexista.
Pero lo cierto es que las observaciones de
Rigoni-Stern son acertadas y constituyen un legado epidemiológico difícil de
rebatir. Todo parece indicar que:
-La promiscuidad sexual, o el cambio de parejas
sexuales facilita la infección con el virus del papiloma y la vulnerabilidad
frente al cáncer de cuello de útero.
-Que el cáncer de mama está relacionado con un
mayor numero de ciclos estrogeno-progestageno, debido al estrés que los órganos
femeninos deben soportar en una vida más larga , una menarquía mas precoz y una
menopausia mas tardía.
-La multiparidad, y el amamantamiento prolongado,
suponen un seguro natural contra el cáncer de mama.
Además y refiriéndonos ahora al tema que nos
concierne, lo realmente extraordinario de este caso es que tanto el
amamantamiento prolongado, como la multiparidad son estados que inciden en una
cierta atmósfera de subfertilidad tanto como cofactores de protección contra el
cáncer genital.
En efecto, Eva, recurría a un método natural de
contracepción, basado en dilatar sus periodos de amamantamiento que resultaba en
una elevación crónica de sus índices de prolactina, que al tener efectos sobre
la ovulación, lograba detener los ciclos menstruales. Se inducía, pues, mediante
este mecanismo un estado de subfertilidad, que desde luego no era tan seguro
como nuestros anovulatorios actuales pero que en contrapartida carecía de sus
riesgos.
La celebre píldora anticonceptiva suprime efectivamente la ovulación, pero no
detiene el ciclo de la bomba de estrógeno. Más aun, introduce un estrógeno y
progestageno externo a fin “de engañar” al ovario “haciéndole creer” que debe
dejar de ovular, pero que no consigue sino reproducir artificialmente un ciclo
normal, con una dosis suplementaria de estrógenos artificiales.
Para hablar tan sólo de mecanismos naturales de
anticoncepción, me referiré a los ya dichos: el embarazo y el amamantamiento
prolongado, a los que hay que incluir quizá el más primitivo de ellos: la
disminución del aporte calórico.
Efectivamente, la inanición suprime la ovulación y
los ciclos menstruales de una forma natural y es muy posible que suponga un
mecanismo programado y extremo de anovulación y de control de la natalidad.
Aunque este mecanismo nos deje perplejos, de algún modo debido a su escaso valor
adaptativo desde el punto de vista individual, (ya que hace peligrar la vida del
sujeto que lo adopta), y que desde el punto de vista reproductivo represente una
clara desventaja respecto a otras hembras más competitivas, no podemos dejar de
pensarlo como un mecanismo extremo de supresión, adaptativamente conservado, a
fin de restringir los periodos reproductivos haciéndolos coincidir con un tiempo
mejor: exceso de alimentos o de condiciones ambientales idóneas para la
progenie.
De hecho las anoréxicas que hoy conocemos no son
permanentemente estériles: muchas de ellas incluso llegan a tener hijos, para
caer de nuevo en la anorexia después de la crianza. También existen casos en que
la anorexia remite de por vida, y la enferma es capaz de reproducirse
eficientemente de una manera similar a cualquier otra mujer. Como también
existen anoréxicas que permanecen estériles y célibes de por vida.
Ahora una curiosidad estadística: las atletas y las
bailarinas que como sabe cualquier especialista en trastornos alimentarios son
un grupo de riesgo para padecer anorexia, son especialmente resistentes al
cáncer de mama. ¿La razón?. Sus periodos de amenorrea en la adolescencia,
disminuyen el riesgo al disminuir su estrés hormonal.
No estoy seguro de que un programa así, suponga a
fecha de hoy un trozo de basura genética o de información inservible. Los datos
de pacientes que en el uso de esta estrategia logran eludir los riesgos de
enfermedades comúnmente mortales así lo parece, transitoriamente, señalar. En
este sentido el miedo a engordar podría contar con un aliado atávico: la
supresión de ciclos hormonales superfluos desde el punto de vista reproductivo.
HAMBRIENTAS MENTALES
Se ha dicho hasta la saciedad
que el término anorexia mental o nerviosa era un termino inexacto, porque tendía
a confundir a las personas simplemente inapetentes con las anoréxicas
verdaderas. En efecto, la anoréxica sólo pierde el hambre de forma muy tardía,
cuando ha logrado “profesionalizar” o consolidar su identidad.
La pérdida de apetito no es
pues una variable critica, como tampoco lo es el peso. Más importante que
cualquiera de estas variables es la inaceptación del cuerpo (Vandereycken) que
se traduce por una preocupación excesiva por el peso, pero ya también por la
salud, por el aspecto físico o por el deporte.
Ya comenzamos a ver casos de
ortorexia, esa nueva forma clínica que trata de escamotear lo esencial: el miedo
a engordar, disfrazado detrás de una cohorte de racionalizaciones que hacen que
la enferma solo acepte alimentarse sino a través de un plan que trata de
ocultar su miedo al peso, detrás de un ritual alimentario estereotipado e
insuficiente o un ejercicio intenso, compulsivo y destinado a “quemar calorias”.
El hambre es desde luego una
sensación física muy próxima a lo instintivo y su regulación se halla
mediatizada por un reloj biológico a nivel central y por mecanismos de señales
hormonales a nivel periférico en un perpetuo ciclo hambre/saciedad. Se trata en
este caso de una sensación interna, muy próxima a lo biológico, inanalizable,
primaria y que tiende hacia la satisfacción. Lo que hacemos con el hambre es lo
contrario de lo que hacemos con la identidad[1]:
la socializamos, en un intento de hacer de un acto instintivo y brutal, un
placer para compartir. Es bien sabido que el banquete no tiene una simple
función de alimentación, sino de celebración, fiesta o tránsito social. En
realidad comer es un placer, lo malo es que como dice el chiste, engorda.
Y engordar no es sino la
explicitación de que la persona come, disfruta con la comida. Se trata, en
nuestro entorno, de una persona sospechosa de padecer algún tipo de discontrol.
Es la gula, un pecado capital muy cercano a la lujuria. En cualquier caso un
pecado, y si ya no queremos hablar de pecados porque hemos dejado de creer en
ellos, una simple debilidad frente a un impulso del que se ha perdido totalmente
el control.
Pero el gordo no es solamente
un “pecador de gula”, no es sólo una persona sin control, es sobre todo feo,
deforme, asqueroso. Una persona nada recomendable. Naturalmente esta otra
adición de epítetos relacionados con la obesidad no es sino un adherido social,
relacionado por los consensos de la belleza que administran los mercaderes de la
imagen.
Pero por si fuera poco, el
gordo no sólo es un pecador feo, sino que es sobre todo una persona poco o nada
saludable. Este aspecto es el que más me interesa resaltar ahora porque se trata
de una idea que ya no procede del mundo de la moda o de la religión, del
precepto o de la belleza sino de las prescripciones médicas, más banales y
maliciosas que condenan al obeso a casi un estatuto de proscrito social.
Naturalmente este estado de
cosas es una perversión que el ambiente –la cultura- introduce en nuestro
sistema de valores, nuestra convicción del valor que tienen las cosas, en este
caso la delgadez. Pero ¿existiría una tiranía social de la delgadez, si esta
búsqueda no tuviera un correlato primigenio? ¿Existirían anoréxicas si no
hubiera un programa arcaico que pudiera “encenderse” a partir de determinadas
señales?
Nuestros patrones de
alimentación han variado mucho desde que el simio descendió de los arboles y se
dispuso a vagabundear por la sabana. Todo parece indicar que nuestros modelos de
alimentación viraron desde una alimentación prácticamente vegetal hacia una
dieta omnívora, con las consiguientes adaptaciones de nuestro sistema digestivo,
de nuestra dentadura y de nuestras costumbre sociales.
Una de las adaptaciones más
extraordinarias que se produjeron en algún momento de la evolución del homínido
hacia lo que hoy conocemos como Homo Sapiens, fue la ovulación casi continua de
las hembras, un hecho único entre las hembras de los mamíferos que hacen
coincidir sus ovulaciones con los ciclos de luz o climáticos, a fin de maximizar
la supervivencia de su descendencia.
El hombre también mudó sus
órganos sexuales para adaptarse a la continua disponibilidad de las hembras: la
próstata del hombre es mayor que la del toro. Este tamaño enorme en comparación
con su volumen total se considera también un representante evolutivo de la
necesidad del varón de tener siempre a punto un sistema de lubrificación y de
engrase de su esperma. Tanto los cambios de la hembra como del varón suponen
hitos adaptativos que priorizan la reproducción sobre cualquier otra
consideración. Las consecuencias para el hombre de este gran tamaño de su
próstata son bien conocidas: el adenoma (hipertrofia) y el cáncer de próstata
son derivados filogenéticos de aquella priorización y las principales relaciones
de parentesco entre el cáncer y la sexualidad humanas
Todo parece indicar que este
viraje en la continua accesibilidad sexual de la mujer tiene más que ver con su
supervivencia genérica que con las condiciones de sus partos. Aunque existen
muchas teorías antropológicas para explicar este salto cualitativo de la hembra
humana y todas ellas, claro está, pueden ser contradecidas al mismo tiempo que
resultan indemostrables, es evidente que este salto debió suponer ventajas en la
supervivencia de los grupos humanos, aumentando la intensidad de los vínculos
afectivos, entre hombre, mujeres y prole.
Una de las ganancias de este
estado de cosas es el fortalecimiento de los lazos entre la horda y la
intensificación de una conducta que ya podemos observar en los mamíferos, me
refiero al altruismo social. Una conducta de sacrificio personal en bien de la
colectividad, bien sea a través del maternaje substitutivo en caso de
fallecimiento de la madre natural, la adopción. O bien la autoinmolación
individual en beneficio del grupo.
Aunque la mujer primitiva
disponía de medios naturales para evitar la ovulación y por consiguiente el
embarazo, es muy posible que aquel grupo de hembras que resultaran estériles sin
la carga sobreañadida de tener que desplazarse largos trechos sin tener que
amamantar a ningún bebé o estar embarazadas, podrían escapar de la penalización
evolutiva de sus maltrechas compañeras.
En este sentido podemos
contemplar esta subfertilidad inducida por una subalimentación como una ventaja
sexual (más parejas y por tanto mayor protección) y una ventaja instrumental
(sin embarazos o cargas de niños). Una ventaja que –probablemente- las
adolescentes paleolíticas desempeñaron ciegamente (como las anoréxicas
actuales), dado que la evolución no tiene ningún plan predeterminado y se limita
a conceder a aquellas conductas o estrategias individuales el éxito o el fracaso
en función de su “ a posteriori” adaptativo.
Si este argumento anterior
resultara ser cierto es más que obvio que el “programa” anoréxico carece de
intencionalidad, actúa por presciencia, no obedece a ninguna motivación ni es el
resultado de ningún conflicto interior. Se pone en marcha en función de las
leyes del azar y en algún caso aislado en función de las leyes de la necesidad.
Los fenotipos que hoy entendemos como anoréxicos, no tienen nada en común, salvo
quizá una extrema vulnerabilidad a la exclusión y un altruismo extremo,
herederos de algún tiempo y algún lugar, de un mecanismo que se enciende o se
apaga en función de algún algoritmo desconocido y cuyo mecanismo intrínseco
desconocemos.
LA IDENTIDAD ANOREXICA
Considero a la identidad como
una falacia, a cualquier identidad. Desde el punto de vista metafísico, el
concepto de identidad no se sostiene, porque cualquier identidad no es sino una
forma de mimetismo determinada por nuestra inconmensurable capacidad para imitar
a los demás o de oponernos a ellos. En cualquier caso más adelante hablaré de la
identidad anoréxica, solo quiero adelantar esta idea ilusoria de que la
identidad o el Yo existen en alguna parte de nuestro cerebro y representan algo
así como una tarjeta de visita de nuestra individualidad.
Cualquier proceso morboso
puede terminar, a condición de que se trate de un proceso crónico, en un acumulo
de beneficios primarios y secundarios del propio proceso, y en la consolidación
de “una forma de estar en el mundo”, que entendemos como identidad, una variante
de la Bios individual, que incluye una concepción del mundo y una manera de ser
reconocido en él.
El hombre tiene una
insaciable necesidad de agenciarse una identidad que le diferencie del resto de
los seres humanos, y también que muchas veces esta identidad a la que se aferra
de una manera poco razonable, es la fuente de no pocos malestares individuales y
a una sensación de fragmentación en la percepción de continuidad entre unos
seres humanos y otros.
También he dicho que
cualquier identidad es una forma ilusoria de “estar en el mundo” aunque he
aceptado que un mundo hostil, competitivo y complejo asegurarse una sólida
identidad es no sólo inevitable, sino necesario.
La identidad anoréxica es el
resultado final de la cronificación de esta forma de estar, ser y entender el
mundo, que representa la adopción y enquistamiento de determinados operadores
morbosos sobre el cerebro individual. Lo mismo sucede con cualquier otra
enfermedad: el enfermo profesional, somático o psíquico también opera desde
estos presupuestos y sucede por varias razones entre las cuales la más
importante de todas me parece que es la ventaja social que representa el
estatuto de enfermo.
Efectivamente estar enfermo,
es nuestros sistemas de bienestar supone no sólo la cesación de cargas, sino
atraer sobre si la comprensión y la simpatía ajenas, ser objeto de cuidados y
sobre todo percibir remuneraciones.
A diferencia de la histeria
clásica ninguna de las anteriores consideraciones me parece substancial en la
anorexia. Aquí podemos hablar de un cierto sentimiento de triunfo sobre las
propias necesidades y sobre todo mostrarse como un icono a admirar. No hay que
olvidar que hasta hace muy poco tiempo las “artistas del hambre” se paseaban por
los circos de la opulenta Europa para escarnio de sus exhibidores y de los
gobiernos que le daban cobertura.
Hay algo en la anorexia que
tiende a la exhibición, que tiende a publicitarse, al contrario de lo que sucede
en la bulimia, un hábito repugnante y secreto. Algo siniestro, que hace que la
propia anoréxica no perciba su extrema fealdad y que antes al contrario,
mantenga su presunción de belleza hasta el último momento a pesar de los
continuos mensajes desconfirmadores que le llegan desde el exterior.
El eje de torsión en que se
encadenan todos estos mecanismos que tienden a hacer inaplicables los
razonamientos e incluso los tratamientos, se llama a mi juicio, negación.
La negación es un mecanismo
psicológico de bajo nivel. No se trata solo de disimular o de mentir ante los
demás con objeto de salirse con la suya. Se trata más allá de eso, de un “no
reconocer” ante uno mismo una realidad que para los demás es muy evidente. Se
trata de una especie de delirio inverso.
Mientras en el delirio se
percibe una realidad no consensual, en la negación lo consensual no consigue
abrirse camino en el raciocinio del paciente. Naturalmente me refiero tan sólo a
aquella parte del consenso que tiene que ver con el peso. Del mismo modo que el
alcohólico crónico niega su dependencia con el alcohol y sólo pequeñas grietas
en esta negación permiten temporalmente la abstinencia, en la anorexia mental
tan sólo existe negación para aquello que implica un consumo racional y
necesario de alimentos, una negativa que no es sólo una conducta observable,
sino que más allá de eso se constituye en un mecanismo de defensa rígido, una
llave que impide la correcta percepción de su estado por parte de la persona
afecta de una anorexia.
Nada más parece afectado en
la anorexia sino su percepción de si misma, de su extrema delgadez. Muchos
autores han señalado que el responsable de este fenómeno es la distorsión del
esquema corporal, sin embargo creo que la negación es el mecanismo que abre y
cierra la llave del discernimiento, de la autoconciencia, entendida como aquel
mecanismo que nos permite ver, adivinar o intuir que tenemos un problema, sea
con el alcohol o la comida.
Esta incapacidad para el
insight es bien conocida en las anoréxicas y también en los alcohólicos, los
otros grandes negadores de la patología psiquiátrica. Esta es seguramente la
razón por la que generalmente suelen compararse a ambas entidades, sin embargo
en la anorexia no existe una adicción, no existe una droga que nos permita
suponer que la negación pueda operar desde el lado de la necesidad de la misma.
¿Qué sucede pues en la anorexia?
Existen algunas explicaciones
acerca de la negación:
1.- La paciente si sabe que
está muy delgada pero no lo puede reconocer ante nadie.
2.- La paciente sabe que esta
muy mal, pero no lo puede reconocer ante nadie, porque prefiere estar como está
que arriesgarse a engordar.
3.- La paciente no reconoce
ni ante sí misma su estado de emaciación.
Creo que esta subdivisión es
un ejercicio teórico, porque nada impide que las tres razones puedan coexistir
en un determinado paciente y mucho más a lo largo de una evolución longitudinal.
Comparativamente con eso y por aproximación a lo que sucede con la negación
alcohólica, donde el consumo de alcohol abusivo puede entrar en conflicto con
una cierta indeseabilidad social que en si, puede explicar el no reconocimiento
del alcohólico de su hábito frente a terceras personas, la anorexia no halla en
su negación ninguna coartada que afee su actitud, sino más bien lo contrario:
existe una prescripción universal de la delgadez, como existe también una
prescripción universal del alcohol, sólo están prohibidas las exageraciones o
las desviaciones extraordinarias de la norma. En este sentido podríamos
aventurar que ambos, alcohólico y anoréxica no hacen sino introyectar aquella
prescripción social y aunque a ambos se les haya ido un poco la mano, mantienen
que tienen tanto su consumo como su dieta bajo control. Operan pues desde el
lado del ideal a diferencia del obeso o del abstinente absoluto que operan desde
el lado de la falta de ideales del uno, frente a la mimetización rígida
(anancástica) del ideal del otro.
Esta omnipotencia previa es a
mi juicio la clave que alimenta el errado juicio de ambos: efectivamente, quizá
hubo un tiempo en que pudieran mantener su consumo o su restricción bajo control
y aprendieran que podrían manejar en ambos casos su consumo o su defecto de
aporte energéticos dentro de un determinado rango operativo. Pero ese tiempo ha
concluido, ¿qué han perdido ambos?. Nada más y nada menos que el control
objetivo de la situación, algo más valioso que la propia vida, si también
pierden el sentimiento subjetivo, algo que no están dispuestos a negociar.
Lo que los diferencia también
es que mientras el alcohólico no puede admitir el fracaso de su “falta de
control”, porque colisiona frontalmente con su grandiosidad narcisista, la
anoréxica no puede dejar de restringir su ingesta, precisamente por la misma
causa: su fracaso vendría seguido de la intolerable obesidad, de la necesidad de
admitir su fracaso.
Narcisismo no es equivalente
a una autoestima exagerada como creen algunos psicólogos ingenuos, sino un
mecanismo muy cercano a la pulsión de muerte que hace que el individuo prefiera
perder la vida antes que “dar su brazo a torcer”, por decirlo en términos
comprensibles. Una posibilidad más de entre los juegos que juegan algunas
personas y que puede resumirse en la sentencia, “yo gano si tu pierdes”.
En este sentido la negación
es un mecanismo que a luz de la psicología profunda se nos muestra como un
atávico operativo, cuyo fin principal es el mantenimiento de una cierta
omnipotencia o grandiosidad y que tiende a rechazar hacia fuera, mediante
mecanismos de extrapunición, la culpa, la vergüenza y los sentimientos negativos
que alimentaron en un tiempo la conflictiva interior. Una vez expurgados de la
totalidad de la conciencia aquellos derivados es imposible confrontarlos con la
lógica de los argumentos: el individuo es prácticamente intratable.
Apócrifamente se cuenta
que, Narciso bello joven que era pretendido por todas las ninfas del bosque por
su belleza, fue rechazando una a una las peticiones de amor por parte de
aquellas y acudía diariamente a una laguna para contemplar su rostro en el
espejo de agua que le mostraba aquella. Un buen día sucumbió ahogado al caer en
ella mientras se admiraba. En su lugar nació una flor de corola roja a quien las
ninfas pusieron como nombre, Narciso y acudían a diario a contemplar su belleza.
La laguna, por su parte, que contenía los restos de Narciso, sintiéndose
ignorada en su protagonismo, desdeñada por todas las ninfas se secó por celos.
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